Ruth Ortiz Martínez

24 de ene de 20211 min.

30 de junio 2020.

Camino a Badajoz. En mi cabeza había un sinfín de dudas, interrogantes y miedo, mucho mucho miedo.

Entrada al hospital. Primera planta. Y un cartel en blanco, con letras verdes grisáceas que pone: Unidad de Trastornos Alimentarios.

Mi cuerpo temblaba.

Se presentan, mi psiquiatra y mi enfermera.

Sus ojos y sus miradas conectaron a la perfección y sólo se podía ver ante ellas preocupación.

Yo no sabía a qué atender. Solo escuchaba corazón, heridas, líquido, huesos, grave, oxígeno e ingreso.

Y tras mil nombres médicos y un minuto que se me hizo como mil horas, el resumen fue ese:

- “Ruth, tienes que ingresar ya. Te damos un día para que te despidas de tu familia.”

Imaginaos el golpe de realidad.

Además, no es un ingreso cualquiera. Mi psiquiatra me advirtió de cómo iba a ser dónde iba a estar.

- “No vas a estar con personas como tú. Tu IMC es tan bajo que no podemos llevarte a ningún centro de personas que tengan este problema. Necesitas estar vigilada y en alerta 24 horas, y para eso, te tienes que ir a Mérida a la planta de salud mental. A psiquiatría.

Vas a estar con personas que tienen numerosas patologías, pero va a ser muy duro, no será fácil. Es la única solución. Estás muy grave. Una semana más y quizá no lo cuentas.”

Qué razón tenía.

Os aseguro que fue un día horrible. Despedirme de los míos, aun sabiendo que iba a estar “cuidada”, me costó la vida. No sabía cuánto tiempo sería. Me dijeron que quizá dos semanas, algo más o menos, todo se iba a ir viendo.

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