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116 BALDOSAS

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Marzo 2020.


Llega la pandemia. El mundo se paraliza en el exterior, pero lo interior ¿quién lo detiene?

El estar encerrada en casa me mantuvo dando muchas vueltas a mi enfermedad. Veía documentales, vídeos y leía sobre ella para ver si algo podía ayudarme. Leía libros de casos reales en los que acababan en hospitales ingresadas, se aislaban del mundo e incluso perdían la vida, pero no me lo terminaba de creer por completo, porque eso, a mí no me podía pasar. Yo lo “tenía todo controlado”.

Tenía las terapias por videollamadas y me pensaba que así me iba a poder librar del infierno que acabé pasando. Me ayudaban mucho en su día y hacía todo lo que me decía mi psicóloga, pero seguía siendo más fuerte la enfermedad que cualquier consejo. Incluso me pegaba pos-it con mensajes que pretendían ayudarme, enfrente de un espejo, pero no había manera. Había veces que los miraba y sonreía. Otras, todo lo contrario.

Los días fueron pasando y mi peso cada día iba a menos. El dar tantas vueltas a la cabeza me estaba quitando la vida y los kilos de menos, más.

Solo salí dos veces en la cuarentena y fue para pesarme.

Cada día me levantaba con la esperanza de que esta pesadilla desapareciera, pero me miraba al espejo y me obligaba a machacarme con esas abdominales de más, esos saltos a la comba sin fin, ese alimento de menos. Y, otro kilo menos. “¡Que felicidad!” Ya casi llegas a los 40kg, me decían esas voces. Y otro esfuerzo más, porque un par de kilos más se pierden fácil.

Lo que nunca entenderé es de dónde sacaba las fuerzas para hacer el deporte que hacía con lo poco que comía. No tenía fuerzas para levantarme de la cama, pero mi cabeza era tan fuerte que lo hacía todos los días como si tuviera energía para ello. No me di ni un solo día de descanso, ni mental, ni físico.

Y cuando llegué a los 40, no me parecían pocos. Me autoconvencí en menos de milésimas de segundo que ver un 30 y algo me iba a hacer más feliz. Y os aseguro que no, no era feliz. Vivía por y para mi enfermedad. Todo lo demás os aseguro que no estaba ni en un segundo plano.

Nunca olvidé a las personas que tenía al lado, las seguía queriendo como hasta día de hoy, pero me olvidé de disfrutar de ellas en mucha medida. No era yo, era mi enfermedad, pero cómo explicar este caos interno.

Todos te entienden y te apoyan, pero os aseguro que es para vivirlo, es para estar en la piel.

He llorado mucho porque veía que mi vida se iba y no quería. No siempre tenía esos pensamientos de no querer, no miento, porque estaba muerta en vida y era agotador, pero siempre buscaba un poco de luz para poder seguir.

¿Os hacéis a la idea de cómo rompen las olas en un acantilado? Pues os aseguro que más fuerte me golpeaba la enfermedad. Tiene tanta fuerza que era imposible imaginarme sin ella.

Y acabó marzo, pero ni la pandemia ni la enfermedad. Yo pensaba que mi vida me iba dando la misma tregua que los 15 días más de estado de alarma. Y todas las noches me preguntaba, ¿y si mañana ya no puedes levantarte? O peor, ¿y si no te levantas? Y lloraba, lloraba mucho, pero era tan prisionera de mí que, al día siguiente, aun con esos interrogantes presentes, seguía haciendo esas 150 abdominales, o 200, porque total, 50 más me hacían estar mejor. O sentirme mejor. O calmar mi ansiedad.

El pico de la ansiedad es real en la medida que tú crees que lo es. Cuando la ansiedad estaba arriba, hacer más deporte me la bajaba, pero sabía que no era lo que tenía que hacer. Duraba menos de un segundo en volverme a aparecer.

Junto con ese sentimiento venía el de tristeza y apatía. Tenía mucha rabia porque yo sabía que nunca había sido así, sino todo lo contrario. Me enfadaba conmigo misma o con mi enfermedad, y le hablaba, le gritaba y le reñía, pero tardaba 2 segundos en hacerme suya de nuevo.

En medio de la pandemia me llamaron de salud mental. Tenía que estar en manos de psiquiatras, enfermeros y muchos profesionales que solo con decirlos ya me asustaban, pero con la pandemia todo era por teléfono. Yo rezaba para que siguiera siendo así porque me daba pánico que pudieran verme en persona porque sabía muy en el fondo qué podía pasar.

Gracias a un psiquiatra que se jubilaba y nunca llegué a conocer, solo su voz por teléfono, me derivan a la UTA (Unidad de Trastornos Alimenticios). Está en el Hospital de Badajoz y todo era telefónicamente. “Menos mal”, pensaba yo.

Me decía que no me iban a poder ver por ahora y eso me aliviaba mucho. Tenía que mandarle unos words con mis comidas y me aconsejaban sobre cómo tenía que irlo haciendo.

Me excusaba comiéndome una hamburguesa un día y ya pensaba que podía seguir en esa rutina o que podría estar recuperada y sobre todo, que eso me iba a salvar de un ingreso.

Y pasan los meses. Medio libertad. Yo aprovechaba para dar paseos, pero no solo hacía eso. Mi rutina de deporte y no comer casi nada seguía igual. Y ya pude ver los treinta y algo en la báscula, midiendo 1.65; pero seguía igual. ¿Quién podría hacerme cambiar todo esto si no era yo misma?

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