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116 BALDOSAS

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Y llegó julio.

El mes que me cambió la vida, me dio la fuerza que necesitaba y me demostró, una vez más, que el corazón de los valientes gana siempre.

Sabía que ingresaba y el día de antes me permití “darme ese capricho de comerme un mini helado”. Abracé mucho a los míos, les dije lo mucho que los quería y me puse a hacer un macuto como aquella que se iba de campamento. Metí incluso los apuntes. Colonia, un antiojeras para quitar un poco la muerte que reflejaba mi cara, mis converses, un vestido…

Al llegar allí, me dieron el típico pijama de hospital, talla niño y me dijeron que tenían que ver mi macuto. Solo me dejaron pasar el cepillo de dientes.

Se abrió una puerta inmensa, casi blindada podría decir, miré hacia atrás y vi como caían lágrimas de mi familia que me acompañó. Un guardia de seguridad me dio paso. Yo bromeé porque no quería que se quedasen con esa imagen, pero en cuanto esa puerta se cerró y vi ese pasillo enorme, sin nada más, el mundo se me vino encima.

Solo podía pensar que ojalá fuese una semana o dos como mucho.

Una enfermera muy maja me enseñó lo que iba a ser mi nueva casa. Menudo lujo. Nótese la ironía.

- “Esta es tu habitación. Hoy estarás sola porque no hay nadie, pero no suele ser lo habitual.”

Y duró un día. Nunca más volví a estar sola. Me han cambiado de habitación, de compañeras y he aguantado los mayores ronquidos, voces y cosas extrañas que jamás pensé que viviría. Pero nunca me cambiaron el color de ese pijama. Solo cambiaban mis calcetines, que era lo que me hacía ser diferente del resto, creo.


La habitación tenía un baño, dos camas y una cámara. Color blanco hospital y alguna un tono como amarillo. Ah, y una ventana con rejas. Como veis también un mueblecito, una garrafa de agua y un vaso personalizado.

Me explicaron los horarios. No eran muy complicados.

- “A las 8 todos arriba. Os damos un pijama limpio y ducha. Desayuno. A la 13.30 se come. A las 17.00 se merienda. Hay una llamada al día y una visita. Después cena y a las 23.00 se da la medicación y a dormir.”

“Tú comerás enfrente del control, te vigilaremos. Por motivos de la pandemia no se pueden coger juegos ni nada. Tenéis una sala con una tele. Después de cada desayuno, comida y cena, tendrás que hacer reposo en una silla 2 horas, también delante del control.”


Yo nunca tomé medicación. Quería salir de este infierno sin tener que medicarme, pero sí que puede ayudar en muchos casos.

Estuve con muchas personas que me salvaron la vida psicológicamente hablando, eso y la lectura. Me leí más de 7 libros. El que más me ayudó fue “La Biografía del Silencio, de Pablo d’Ors”. Creo que hay momentos perfectos para leer ciertos libros, y aunque leí muchísimo, ese fue el que más me llenó. Habla de la importancia de conocerse a uno mismo desde el interior y me metí tan dentro que me hizo olvidarme, por esas horas que me duró, el infierno en el que estaba metida. Y sobre todo, la importancia que tendría el volver a casa.


También me ayudaban las visitas, que era, por la situación, una al día y 1 hora, pero se agradecía. El olor que dejaban esas personas que venían a verme en la habitación me hacía a veces, sentirme como en casa. Las notas que me dejaban y las que tenía.


Las llamadas, que podían durar media hora como 5 minutos, porque ¡ojo!, teníamos que hablar todos en el mismo teléfono, delante del control y si alguien llamaba, tenías que colgar para dejar paso al siguiente. ¡Parecía una cárcel!

Allí, me ayudaron personas con numerosas patologías. Estuve con personas bipolares, con problemas de adicción, con depresión y millones más. Con personas mayores y no tan mayores, y os aseguro que de todas aprendí mucho. Me llevé conmigo a personas muy valiosas y ojalá la vida les sonría porque sé que me hablaban con el alma y eso es lo que más valoro. Ojalá les ayudase yo a ellos como lo hacían conmigo. No había interés, solo eran charlas a diario. Llorábamos mucho, nos contábamos secretos y algún que otro chismorreo de la planta, pero sobre todo, nos reíamos. Y esos momentos son los que me hacían, sentirme viva.

Era la pequeña de la planta y me tenían un cariño inmenso. Mis compañeros y todos los profesionales. Me despertaban por la madrugada con alguna que otra voz, yo les bailaba, cantaba y alguna que otra vez les contaba qué leía, porque eran muy curiosos. Les dejaba mis periódicos que me llevaban las visitas para que estuvieran al día, eso sí, de incógnito porque no se podía con la pandemia y ellos me lo dejaban en un pequeño cajoncito de mi habitación.

Estuve con un señor que me contó mil historias de la guerra y me hablaba de la importancia que tenía quererse a uno mismo y vivir la vida. Otros me guardaban manzanas para poder recuperarme cuanto antes y yo, a más de uno, le daba algún día un trocito más de pan.

Cuando a uno le daban el alta nos alegrábamos muchísimo, pero no miento si digo que dejaban un vacío enorme. Al fin y al cabo, era lo único que teníamos, la compañía.

Es con lo que me quedo bueno, lo demás fue un infierno. Batidos hipercalóricos, 2 y 3 al día. Sí, de diferentes sabores, pero me han acompañado más de 5 meses y son horribles. Desayunar, comer y cenar delante de personas que te controlan. Después de cada comida 2 horas más sentada, sin poder hacer nada, que se me juntaba con la siguiente comida y tenía que volver a reposar. Análisis de sangres diarios, incluso 3 al día. Electros constantes. Pruebas y más pruebas.

Tenía que subir a diario a la tercera planta donde me esperaba mi nutricionista, una de las personas más maravillosas que me ha regalado la vida. Subía con algún auxiliar de enfermería, con ese pijama horrible por todo el hospital en el que notaba como las miradas de personas ajenas me hacían ver cómo era la realidad; y, ella, me pesaba, lo anotaba y me decía el menú del día. A la semana me lo aprendí de memoria. Ella hacía todo lo posible porque me cambiaran muchas cosas, pero no era tan fácil, por mucho empeño que pusiera. Recuerdo los lunes las judías verdes con tortilla de patatas para cenar, los martes una ensalada malísima con tortilla francesa y gazpacho, los miércoles otra vez tortilla francesa, pero con picadillo, los jueves otra vez tortilla de patatas y para comer no se me olvidan los purés, las lentejas y el pan con la típica bolsa de hospital. Y ni hablar de las manzanas, que la tenía en desayuno, comida y cena. Cuando tocaba alguna pera, estábamos de suerte.


Acabé haciéndome amiga de todas/os los trabajadores de la planta. Les cogí un cariño enorme. Había chicas de mi edad trabajando como enfermeras y me daban muchos consejos. Cuando me fueron conociendo me contaban muchas cosas. Me mantenían muchas veces muy entretenidas y me alegraba cuando me tocaba con uno u otro algún turno, cosa que también acabé aprendiéndome de memoria. Recuerdo que una me llamaba Winnie de Pooh, otra me dejaba colonia a la hora de la ducha y a otros incluso les entretenía yo contándole mis batallitas o cómo me hacía las trenzas. Os aseguro que, a cada uno de ellos, les debo un poquito de mi vida. Algún día incluso nos dejaban ver la tele hasta las 12. ¡Que planazo! Esas películas del oeste que tenían siempre puesta mis compañeros a las que acabé cogiendo hasta el punto.

Todos pasaban por mi lado y se paraban para darme conversación. Algunas veces se sentaban a mi lado aun sabiendo que estaba prohibido. Y el sentirme acompañada me hacía sentir mejor.


116 baldosas que me hacían todos los días recorrerlas de un lado a otro. Los minutos que tenía libre recorría ese pasillo por el que pasábamos todos en fila india. Una y otra vez. Un pasillo con luces blancas y algún que otro pájaro pintado en la pared. Imaginaos lo que son ese número de baldosas y era lo más cercano a libertad que podía sentir. Nos gritaban que nos separásemos, de vez en cuando medio a escondidas, aun sabiendo que había cámaras, hacíamos algunas carreras por él. A lo ancho no llegaba a 5 baldosas, eran 4 y media. Y esas sí fueron mis compañeras los 30 días que estuve ahí dentro. Ellas sí sabían qué pensaba por cada paso que daba, qué sentía y qué quería. Me han visto llorar, reír y bailar, pero, sobre todo, ser fuerte. Aguantar por mí y por mis compañeros, porque he mantenido “el tipo” muchas veces por no hacer la situación más difícil. Me han ayudado a ver el valor que tiene la libertad, los rayos de sol y respirar aire puro. Lo mucho que valen las personas que tenemos al lado, las que ayudan y las que no abandonan. La importancia de un beso, un abrazo y un te quiero sincero. La verdadera vida con los pies en la tierra y no en el cielo, como los tuve yo mucho tiempo.

Recuerdo que abría una pequeña ventana del supuesto salón, en el que saltaba para sentarme entre esas rejas que no daban a ningún sitio, para que pudiera darme algún rayo de sol y poder leer tranquila, pero duraba 5 minutos, porque me veían por las cámaras y era algo que tampoco se podía hacer y además, siempre me tocaba ese maldito reposo.

Y así fue mi querido mes de julio. Hay que tener mucha fuerza para poder aguantar esa situación y estoy segura de que si la yo la tuve, la tendréis todos los que paséis por esta situación, que ojalá no seáis muchos y esto os haga, al menos pensar, que si estáis a tiempo, cosa que sé que es muy difícil, lo intentéis evitar.

También vi la peor parte del ser humano. He visto la parte más inhumana de muchos profesionales y he intentado dar voz a todo lo que me parecía injusto.

Y aunque no me querían dar el alta, allí no estaba avanzando más. Sabía que, si salía de ahí, iba a poner todo de mi parte para seguir recuperándome y, así fue.

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